El aire, el calor, la calle y mis nervios. Todo parecía
absolutamente real menos él, pero su mano en mi muñeca sí que se sintió real. Aunque
fuera tan sólo por un segundo que utilizó para regañarme, ese ligero toque me demostró que
me estaba poniendo atención... Y sonreí al recordar lo mucho que a mí me gusta
mirarlo cuando él maneja.
Me está mirando, comprendí, atento a lo que hago o dejo de hacer,
y entonces el aire caliente, la calle y mis nervios son más grandes que yo y él
pequeño volante del chevy que me lleva a no sé donde, pero con él. Y quisiera
que este volante no sólo manejara al carro sino también nuestras vidas, y que
cuando me equivoque él me corrija suavemente y se ría cuando las cosas no
tienen más remedio. Porque yo sonreiría con su risa y continuaría manejando
para solucionar mis errores y hacerlo cada vez mejor. Y en esos pequeños
momentos en los que una enorme subida se aproxima y a mí me venza el miedo, él
tome el volante y me enseñe como subir para que ambos podamos llegar a la cima,
ilesos.
Y no sé sí reír o llorar cuando yo tomo ese volante sola y su
asiento está vacío, porque me duele el hecho de no verlo conmigo, pero sonrío
como una tonta cuando hago algo mal y escucho en mi mente su voz regañándome, o
cuando hago al bien porque él me enseñó cómo hacerlo. Y es que él es como una
inyección de felicidad para mi cuerpo y mi mente que sólo quiero disfrutar
mientras dure su efecto... o hasta que el chevy se quede sin gasolina.
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