– Despierta
Ella abre los ojos
de golpe. Desorientada, mira a su alrededor. No reconoce el lugar donde se
encuentra, pero reconoce a la persona que camina lentamente hacia ella. Un
escalofrío le recorre la espalda. De pronto, le cuesta trabajo respirar. Es él.
El anhelo es tan intenso que los frenéticos latidos de su corazón comienzan a
doler. Sigue siendo hermoso. La piel morena brilla por el sudor y una fina capa
de vellos recorre su torso desnudo hasta acabar en el ombligo. Va descalzo y
los pantalones de mezclilla le cuelgan de las caderas. No pudo evitar notar lo
mucho que habían crecido sus músculos, aún así, era duro recorrer esos brazos
con la mirada y evocar el recuerdo de los tiernos abrazos del pasado. Los
humanos, pensó, poseen una ternura única que guía hacia la locura.
Una lágrima resbaló
por su mejilla al ver su rostro y notar que estaba molesto. No era aquel el
rostro que le gustaba, ella estaba deseando mirar de nuevo aquella sonrisa que
la derretía como lava ardiente dentro de su propio cuerpo. La barba de tres
días, los ojos chocolate, las pestañas largas y los gruesos labios estaban
dominados por una expresión de odio.
– Es tarde para llorar
Ella tembló al
escuchar su voz, aterradora y provocativa a la vez, sutilmente sexy, como los
susurros al oído que solía decirle antes de besarla en el cuello. Recordó el
calor y explotó por dentro. Cuanto lo había extrañado, necesitado, era casi
insoportable estar viéndolo sin poder tocarlo.
Ella cerró la boca
y alzó la barbilla, en un intento de hacerse con la poca fuerza de voluntad que
le quedaba. Él aceptó el desafío y se acercó hasta no dejar espacio entre ambos
cuerpos. Una dolorosa oleada de calor los recorrió a ambos. Él apretó los puños
con fuerza mientras las aletas de la nariz se dilataban con su respiración.
Ella intentó apartarlo, pero sus brazos se detuvieron a mitad del camino.
Incrédula, miró las gruesas cadenas atadas a sus muñecas y soltó un leve jadeo
por la impresión. Él sonrió ante eso y a ella le dolió que su desdicha le
divirtiera. Lo miró, por primera vez lo miró a los ojos, aún sabiendo que eso
podría debilitarla. Eran como espejos, podía verse claramente en ellos: el
largo vestido de volantes, color rojo sangre, le caía hasta los pies. Traía el
cabello recogido, a pesar de odiar llevarlo así. La pálida piel tenía dos
mejillas rosas, seguramente por todo lo que le provocaba aquél humano. Los ojos
se le veían grandes por el rímel y los labios estaban pintados con un intenso
carmesí. Parecía más un demonio que un ángel, pero las grandes e inmaculadas alas
blancas que sobresalían de su espalda no mentían… aún.
Ella retrocedió
conforme él se acercó, hasta que sus alas chocaron contra la pared de piedra y
quedó atrapada. Una de sus manos subió hasta posarse en la mejilla y
acariciarla suavemente con las yemas de los dedos. Ella quería cerrar los ojos
y dejarse llevar, pero no podía dejar de verlo. Es tan hermoso, se repitió.
Lentamente, su mano trazó un breve caminó hasta su cuello, después, con
violencia, le tomó la nuca y la acercó sin problemas a él. El fuerte brazo que
hasta ese momento había estado libre rodeó la delgada cintura del ángel y juntó
sin cuidado sus cuerpos. Pecho contra pecho, ella ladeó su rostro y los labios
de él cayeron sobre los suyos.
Creyó que jamás
volvería a verlo, a besarlo, pero ahí estaba; abriendo su boca y jugando con la
lengua, robándole el aliento, comiéndose los gemidos que escapaban de su
garganta. Era magnifico. El atardecer se fundió en sus cuerpos, llenándolos de
calor. Ella lo mordió dulcemente, desesperadamente, un beso no era suficiente
para seguir respirando. Necesitaba darle más, obedecer las caricias de su
lengua y volverse sumisa ante sus manos, sus palabras. Necesitaba abrazarlo y
sentir a su agitado corazón latiendo contra el de ella. Lo necesitaba, tuvo el
impulso de ponerse a llorar desconsoladamente al darse cuenta.
Él la soltó. Ella,
mareada, tardó en volver a mirarlo. Su pecho subía y bajaba rápidamente,
siguiendo el ritmo de su respiración.
– Por favor – suplicó con lágrimas en los ojos
Él negó con la
cabeza mientras volvía a separarse. Ella intentó seguirlo, pero las cadenas se
tensaron y le impidieron moverse. Desesperada, abrió sus alas y forcejeó con
las ataduras. Se sentía morir cada vez que el daba un paso hacia atrás,
aumentando la distancia entre sus cuerpos. Cada vez estaba más lejos.
Se detuvo a la
misma distancia en la que había estado anteriormente y se agachó para recoger
algo. Ella entreabrió los labios y dejó que sus brazos cayeran a sus costados,
inmóviles. Él acomodó la puntiaguda flecha en el arco y la jaló en contra de la
tensionada cuerda. En seguida, apuntó con el arma hacia el pecho del ángel. Ella
no se movió, a pesar de que ya lo había comprendido todo. Miró, muy quieta, a
aquél humano que acabaría por convertirse en su asesino. No iba a detenerlo,
merecía morir. Había lastimado a su tonto, único y favorito amor de una forma
irreparable. Lo había abandonado aún sabiendo que ninguno podía vivir sin el
otro. Los errores siempre tenían un precio y, tarde o temprano, había que
pagarlo.
– Lo lamento – susurró ella mientras
plegaba sus alas
Él la miró por
última vez. Ella pudo ver la oleada de amor y odio que se arremolinaba en sus
ojos. La odiaba y amaba al mismo tiempo. Sonrío, pensando para sí misma que
también lo amaba como a nadie más. El sol se escondió por completo y la flecha
salió disparada en ese mismo segundo. No falló, fue un tiro perfecto; atravesó
su corazón de una sola vez.
Su cuerpo se
desplomó sin aliento. La muerte fue inmediata.