Era marzo.
Un mes diferente
de un año muy distinto, pero aquella habitación seguía siendo la misma.
Sencilla, limpia y ordenada. Me senté lentamente al borde de la cama observando
lo que estaba a mi alrededor, todas esas cosas que creí que jamás volvería a
ver. El departamento estaba solo, tal y como lo habíamos planeado.
Creí que me
sentiría extraña al volver, pero sucedió lo contrario; me sentí como si por
primera vez en 393 días me encontrara en casa. Me acerqué al espejo pero no me
sonreí a mí misma. Me habían construido para ser hermosa, pero en ese momento
no me sentía de tal manera. Mi dueño había escogido una cerámica para mi piel tan
blanca como el algodón y había coloreado con rosa dos círculos perfectos en mis
mejillas. También eligió un par de ojos que abarcaban la mitad de mi rostro y
los adornó con unas pestañas larguísimas. El pelo que me puso era de un hilo
rojo y brillante que se enrollaba en forma de espirales.
Suspiré. Busqué
en mi bolsa un bilé rojo y coloreé mis labios lentamente. Me gustaban los
colores fuertes, porque contrastaban con la cerámica blanca y me daban un poco
de la energía que yo no tenía. Seguí colocándome el labial a pesar de que ya
había desaparecido cada grieta blanca de mi boca, no podía detenerme. Quería
más color. Quisiera pintar toda mi piel.
– Mi muñeca ¿Planeas terminarte todo ese pintalabios esta noche?
Mi mano se detuvo al escuchar su voz. Odié
el hecho de que entrara en silencio, porque no me dio tiempo de prepararme para
su presencia. Giré el rostro y me dolió tan solo de verlo… estaba tan
diferente. Amaba como los humanos crecían, cambiaban. No como yo, que mi
apariencia siempre era la misma.
–
Mi dueño – pronuncié guardando el maquillaje
Él sonrió ampliamente.
–
No has cambiado nada
–
Sabes que no puedo cambiar
–
Si, lo sé. Por eso eres perfecta.
Con unas cuantas zancadas, el se acercó y
tomó mi rostro. Me besó con fuerza, rapidez, pasión. Se separó tan solo un poco
para tumbarme sobre la cama y acomodarse encima de mí. Me miró con ternura y
entonces lo supe: él también me había extrañado.
Volvió a besarme profundamente y mis manos
se refugiaron bajo su camisa. El calor corporal de los humanos era una adicción
para todas las muñecas. Era eso lo que nos excitaba, lo que nos volvía locas.
La piel siempre era cálida. Y siempre olía a éxtasis.
–
Tus labios siempre son tan fríos – murmuró pasando su lengua por ellos
–
Y los tuyos tan calientes
–
¿Por qué dejamos pasar tanto tiempo?
–
Porque… – dudé al recordar. Aquello me había lastimado mucho – te diste cuenta
que las humanas son mejores que yo
–
Muñeca… nadie es mejor que tú
En ese momento, mi dueño agarró el borde
de mi vestido y lo quitó lentamente, mientras observaba cada centímetro de mi
cuerpo.
–
Hace un año que no te toco
La ropa cayó al suelo, dejándome
completamente desnuda ante él. Sus ojos se abrieron y me miró con preocupación
¿Eso quería decir que le importaba? ¿Me quería?
–
Estás rota – susurró sin separar la mirada de mi pecho
–
Me siento rota – admití
–
¿Quién no te trató con cuidado? – preguntó molesto
–
Ni siquiera lo recuerdo – le mentí
¿Qué caso tenía confesarle que aquel hueco
se había formado en cuanto él se fue? Lo importante es que ya estaba conmigo de
nuevo. Eso me repararía.
Había humanos que creían que las muñecas
no sentíamos nada porque estábamos vacías, pero la verdad es que aprendemos a
hacerlo. Y yo estaba perdidamente enamorada de ése hombre que me tenía entre
sus brazos. De cómo me besaba, me tocaba, me hacía el amor tan lentamente que mi
cuerpo comenzaba a arder y, durante ese breve segundo, me convertía en una
humana; en una mujer… antes de que mi cuerpo volviera a endurecerse como la
cerámica.
–
Te amo – me atreví a decir con los ojos cerrados
Caí sobre la cama aún respirando
agitadamente. Él me había soltado. Temblé al sentir que el calor se desvanecía
y el frío volvía a entumecerme lentamente. Abrí los ojos.
–
Lo siento – se disculpó con una mirada extraña – no te construí para amarte
Un fuerte crujido fue lo que me hizo
comprender que el agujero en mi pecho había crecido. Él me miró, completamente
horrorizado.
–
Muñeca
Me cargó para acercarme un poco a él, pero
esa vez no sentí su calor. Ni percibí su aroma. Solo era consciente del inmenso
dolor que estaba sufriendo. Mis brazos comenzaron a agrietarse lentamente hasta
llegar a la punta de mis dedos y lo mismo sucedió con mis piernas.
–
¿Qué te sucede? – preguntó asustado
–
Una muñeca no puede vivir sin amor – susurré
Y entonces comprendí lo ciertas que eran
mis palabras. Si había logrado sobrevivir todo este tiempo, fue por el amor que
yo sentía por ése hombre. Un amor que él acababa de matar. Un amor, que de
todas maneras, no se merecía.
Exhalé por última vez. Mis ojos se
cerraron en ese momento y mi cabeza cayó hacia atrás.
En
ése instante, la primera muñeca murió.