Tras darle
una calada a mi cigarrillo miré el cuerpo extendido sobre la mesa de madera.
Ella estaba inmóvil. Exhalé el humo lentamente mientras giraba alrededor de
ella para observarla desde todos los ángulos, había quedado perfecta.
Con mi mano
libre recorrí su estomago frío. Toda su piel estaba hecha de una porcelana tan
blanca como la leche, pero a mi tacto parecía suave y cálida, casi como si
fuera humana.
Tiré la
colilla y la pise con mi bota, me froté las manos y me senté frente a la mesa
para continuar trabajando. Tenía que hacerla con mucha precisión para que fuera
la muñeca perfecta, tal y como yo la deseaba.
La cerámica
ya estaba completamente seca, era hora de darle una mano de barniz para
proteger el cuerpo que yo había moldeado con mis propias manos el día anterior.
Al terminar la miré y le acaricié la frente con la punta de mis dedos, ya no
faltaba mucho.
Al día
siguiente regresé con mis pinceles especiales y la pintura acrílica. Me
encargué de cada centímetro de su cuerpo, le dibujé cada peca y lunar donde yo
quería que estuvieran. Los ojos tenían que ser inocentes; grandes y cafés, con
largas pestañas y cejas muy delgadas. Los labios fueron finos y las mejillas
dos círculos intensos de color rosado.
Para su
cabello busqué espirales rojas y brillantes que contrastaran con la piel blanca
de cerámica y la vestí con un conjunto de tul negro. No existía la mujer
perfecta, después de tanto tiempo lo había comprendido, pero yo estaba
construyendo a alguien incluso mucho mejor.
Cuando cada
detalle estuvo listo, la cargué y la llevé hasta mi habitación. Con mucha
delicadeza para que no se dañara, la recosté sobre la cama. Su piel se veía tan
pálida bajo la luz que cualquiera hubiera creído que en ese cuerpo no había
vida, pero eso estaba a punto de cambiar.
Me senté a
la orilla de la cama y me incliné para besar sus fríos labios, los cuales se
amoldaban perfectamente a mi boca, tal y como lo había planeado. Le di vida.
Ella suspiró
y apretó mis labios suavemente, me separé para mirarla con curiosidad. Parpadeó
un par de veces y me observó con confusión, sin decir una sola palabra.
Acaricié su
mejilla mientras le explicaba que ella era mi muñeca, yo era su dueño y había sido
construida para complacerme. Tardó un momento en comprenderlo todo, pero sus
ojos no tardaron en adquirir aquel brillo con el que yo siempre había querido
que una mujer me mirara.
Solo hubo un
problema; aquello no me bastó. Ella era perfecta. Yo la había construido. Me
satisfacía. Y aún así no era suficiente, pero ni siquiera sabía por qué.
Al día
siguiente la encerré en la vitrina y le puse precio, esperando que como
mercancía se vendiera rápido. Ella, sin
decir una sola palabra, me miró a través del cristal exactamente como todas las
mujeres me miraban.